Pocos o casi nadie comprenderá estas líneas. Cuando me he visto en la necesidad de escribir para divertir al lector con mi desgracia, siempre terminan sintiéndose más abrumados que yo; cuando les abro mi alma para ser reprendida por mi misántropa actitud en la vida, consigo risas y burlas de la tristeza que me circunda.
Pero no los culpo. No los culpo porque cada uno va cargando sus propios demonios, son asediados por sus voces internas que no les permiten escucharnos.
Nadie realmente escucha, o cuando logran establecer una conexión voluntaria, no comprenden lo que el otro dice. Interpretan siempre desde sí mismos, ¿cómo, pues, pretenden aprehendernos en su totalidad? Eso mismo me expresaban los ojos de María cuando la miré por primera vez, sentada en la banqueta, ignorando el mundo en silencio. En el preciso instante en que estúpidamente buscaba descifrarla, más se me ocultaba porque mi subjetividad corrompía mi juicio.
Por eso mismo cuando yo les diga que en mis manos veo el acaecer de un crimen, no piensen ni por un momento que conocen a lo que me refiero.
La historia comienza un jueves por la tarde, asqueada de la vida y de aparentar que me agradaba convivir con mis compañeros. Sabía que ese día el profesor nos hostigaría con sus preguntas sin respuesta; nos insultaría y nuestro rostro sólo dibujaría una patética sonrisa nerviosa.
Yo caminaba bajo el influjo del anonadamiento y ajena a todos los entes que me rodeaban cuando la vi sentada en la banqueta.
Eran sus manos masculinas. Las observaba detenidamente, aparentando la intención de querer arrancar de su cuerpo esa imagen de masculinidad que había en ella. Miraba con atención sus brazos, guardaba cicatrices al parecer de viejos rasguños; miraba su piel morena cada día más obscura a causa del sol. Parecían corrompidos por la suciedad.
En el preciso instante en el que la vi, no pude evitar sentir repulsión por su fealdad pero una necesidad enorme de acercarme y hablar con ella.
Me miró, de la misma manera que te observa un perro antes de morir. Su cuerpo, sus ropas, estaban limpias pero me provocaba un asco que me revolvía el espíritu. Deseaba limpiar la fealdad masculina y enegrecida de sus brazos. Pensaba en la similitud que tenían con los miembros de los delincuentes y me preguntaba a mí misma si esos brazos serían candidatos a cometer un asesinato.
Me acerqué y le saludé.
-Hola, soy María- le dije
Su rostro se iluminó al escucharme.
-Qué casualidad, mi nombre es María también- me dijo riéndose.
Me fastidiaba su alegría por coincidir conmigo. En ella reunía todo el odio que sentía por la humanidad, por mis compañeros, por mis profesores.
-¿Fumas?- le dije sin pensar.
-Sí- contestó sin mirarme.
Saqué mi cajetilla y le ofrecí un cigarro, lo tomó y posteriormente yo tomé uno. Fumamos. Fumamos sin hablarnos, sin mirarnos siquiera. Desconocía qué fuerza me mantenía ahí, junto a ella; era una fuerza tan atrayente que, a pesar del desprecio que me producía, me sentía completa.
Paré el intento de querer comprenderme y pasé a querer examinarle a ella. Pero no podía escapar de mí, todos mis juicios comenzaban y terminaban conmigo. Se me mostraba tal cual era pero al mismo tiempo se ocultaba y era obscura, más obscura que su asquerosa piel.
Comencé a abrumarme y sentí la necesidad de ahorcarla. De desaparecerla, de asfixiarla con mis propias manos hasta que exhalara su último aliento, y se perdiera en su grito de horror.
Me puse de pie y emprendí la marcha hacia la universidad. No miré para atrás, ni siquiera me atreví a seguir pensando. Prendí otro cigarrillo y comencé a cantar; canté tan fuerte que las personas a mi alrededor me miraban y, seguramente, me juzgaban. Cantaba para no pensar, porque me había dado cuenta que esa María a la que odiaba sin conocer, era la misma María que había estado viviendo mi vida por 20 años.
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