jueves, 5 de septiembre de 2013

Escuchar y ceder

Hoy en una inesperada plática o mejor dicho en un inesperado alargue de una plática de coche -la cual por cierto disfruté bastante- se discutía sobre dos puntos que me hicieron recordar reflexiones pasadas en este mismo espacio. La primera versaba sobre si escuchamos en realidad a las demás personas o si sólo las oíamos de una manera superficial y protocolaria. De esta misma plática devino a discusión la cuestión de la imposición de nuestros argumentos en las conversaciones que llevamos con otros.

Por razones auténticas o inauténticas (ya no sé pues termino dudando hasta de mis propias intenciones) yo apelaba a un deber kantiano; el mismo deber kantiano que ponía en duda cuando me preguntaba sobre las buenas intenciones (véase http://chistestristes.blogspot.mx/2012/11/sobre-las-buenas-acciones-que-se-lleva.html)
Mi interlocutor aseguraba que al conversar con alguien no es necesario escucharle sino tan sólo oírle pues las personas buscan en quien decantar sus pensamientos y sentimientos pero no una comprensión o solución a sus problemas. Justamente ahí me hizo reflexionar sobre la manera en que nos relacionamos con otros. Aun apelando al deber mismo, a la buena voluntad que es buena en sí misma, no logré creerme a mí misma que ésta exista. Y no porque no se presente de vez en cuando sino porque la mayoría de nuestras acciones tienen un trasfondo de intereses propios y que de no ser por ellos, jamás nos veríamos arrojados a actuar de tal o cual manera. Ya de regreso a casa, después de tal plática, pensaba en mí misma y en mis acciones; aun cuando he buscado basar mis actos en la máxima kantiana sigo cuestionándome pues tiendo a confundir el "Obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal" con un "Haz y trata a los demás como te gustaría ser tratado". Porque es justo en esa segunda sentencia donde salen a la luz, de una manera disfrazada, mis intereses propios.  No trato a los demás de una manera que considero correcta por ser buena en sí misma sino porque implica una reciprocidad hacia mi persona; una actitud y forma que deseo se manifieste hacia mí.
De los argumentos que ofrecí, el único que no me hizo ruido fue el de descubrir a tu interlocutor. Es decir, cuando tú escuchas a otra persona, y no sólo escucharlo sino percatarte de todo él con los demás sentidos, te aventuras a un mundo que está fuera de ti y sin embargo coexiste contigo. No sabes qué es lo que te espera cuando decantas toda tu atención en una persona. Pero si he de ser sincera, no lo hago con todos aquellos con quienes convivo, sin embargo pienso que sería un buen propósito.

De esta cuestión  y dejando de lado todas las direcciones que tomó la conversación, llegamos al punto de la imposición de voluntades o "razones". Aquí también parecía discernir con él pues apelaba a la voluntad de poder mientras que yo hacía apología por el moribundo "amor a la filosofía". Pero más que una realidad yo quería verlo como una idealidad. Al final de cuentas mucho de lo que dijo sé que es parte de la triste realidad, porque de eso mismo y sobre eso mismo he realizado críticas anteriormente: la imposición de sistemas que refutamos para poder imponer nuestro propio sistema.

En fin...fue una plática larga de lo cual no concluimos en nada pero de lo que rescaté dos cosas:

1.- En un diálogo a muerte pierde quien se cansa primero (puesto que en realidad ninguno tiene una verdad absoluta ya que sólo son interpretaciones distintas y errores en el juicio)

2.- Que el argumento por el que él apelaba de que "uno siempre busca imponer su razón" paradójicamente se anula a sí mismo si uno de los interlocutores cede, pues dejaría de lado su intento de imponerse al otro.

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