Mis pensamientos estos últimos días se han reducido a unos cuantos temas. Pero hay uno en especial que viene a llevarse el primer lugar, ese patético primer lugar que resulta así de patético por la inutilidad del pensamiento. No quiero ir al médico.
Resulta que en mi deseo de activarme físicamente tomé, hace tiempo ya, la decisión de nadar por las mañanas. Patalear un rato, mover mi trasero vaya, que se ejercite el muy flojo. Para lograr eso -y como todo en esta vida- tengo que cumplir una serie de trámites, necesarios, innecesarios, burocracia, desfalco de dinero... en fin, trámites, papeleo. Pero dentro de todo ello lo que más me parte es tener que ir al médico. No porque le tema sino porque me causa una pereza tamaño mundo. Salir temprano de casa, lidiar con los conductores malhumorados de media mañana, estacionar el coche en un punto lejano bajo el rayo calcinante del sol; caminar, caminar, subir escaleras, bajar escaleras, caminar, entrar al pequeño consultorio apestoso a alcohol. Saludar y relacionarme con todos los señores que están descansando de su larga jornada de no hacer nada. Entrar al consultorio y responder preguntas, "¿fumas?", "¿tomas?", "¿coges?"... el médico mira mis pies, toma mi peso, mi pulso y me da un papel. Pagar 50 pesos y volver; de nuevo subir, bajar, caminar, caminar y subir escaleras. Todo eso en una ciudad que arde a 40 grados. No quiero ir al médico y recurro a mi vieja amiga procrastinación. Pero sé que lo haré, lo haré porque mi cuerpo pide movimiento, agua, cloro, gente por las mañanas que se te cruzan mientras nadas. Pide el sufrimiento de despertar a las 5 y dejar de una vez por todas los absurdos pensamientos de la soledad.
Resultado:
ResponderEliminarSolo tardaste 10 minutos y un señor amargado y persignado te ha dicho que eres una alcohólica (: