Recuerdo que hace dos días fui feliz. Desperté como quien ha dormido sobre la mejor cama después de la mejor cogida con el hombre más deseable sobre el mejor de los mundos posibles. La diferencia radica en que ni había dormido en la mejor cama, ni había tenido el mejor sexo ni siquiera tengo perro que me ladre y a decir verdad, la realidad pinta para que uno forme parte del Club de los Corazones Desgraciados.
Pero nada de eso importó para que yo pudiera ser feliz; sonreía a la vida, a la gente, a mis problemas...sonreí hasta para quienes despiertan mis demonios.
Sin embargo, la naturaleza de la mujer quiso recordarme que la felicidad como la tristeza, el coraje, la tranquilidad, etc. son simplemente estados momentáneos, modos de ser del hombre. Todos nosotros no somos una construcción en el sentido de algo terminado, sino una obra de arte que se va construyendo a sí misma a diario. En nosotros convergen una serie de emociones y sensaciones que plasmamos en nuestra manera de ver al mundo, las objetivamos en un cuerpo y cumplen su función en la interacción con otros cuerpos. Somos movimiento donde no importa quién realiza este movimiento sino el movimiento mismo.
Por eso es muy arriesgado que nos pidan que seamos felices siempre. Que dejemos de lado nuestra negatividad y tristeza. Porque sin ella no podríamos ser felices. Sin ella no podríamos darnos cuenta del tránsito, del movimiento que niega al otro estado de ánimo.
Me sugirieron que escribiera no sólo en momentos de desazón sino también cuando mi motor sea lo positivo. Pero hoy no me encuentro ni aquí ni allá. Y escribo a partir de la neutralidad; porque cuando decanto las palabras en el éxtasis, éstas no van más allá de una algarabía de sentimentalismos.
Aún así quise traer al recuerdo el que fui feliz y que no hubo nada que condicionara esa felicidad. Sólo mi yo ante el mundo. Mi yo un poco más cuerdo y lejos de las circunstancias que, suponen algunos, nos son inherentes en todo momento.
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