¡Atrévanse a acusarme de plagio!
que con el mismo dedo que me señalan
yo apuntaré a las líneas, que no importando por quién han sido dichas,
más sinceridad guardan, que sus hipócritas palabras.
No es plagio, diré en mi auxilio;
es admiración por lo escrito.
Leerme bien: admiración por lo escrito
no por quién lo escribe.
Si bien, a costumbre, el escritor y su verso son un mismo
en ocasiones la historia, el nombre que lleva a cuestas
termina por arruinar la más bella de las sentencias.
No es el creador, es lo creado.
Pero en fin. ¿Quién no desea verse admirado, reconocido, idolatrado?
Es el impaciente gusto de fama
aquél que nos llevará a la inmortalidad
el que desea, por sobre todas las cosas,
y no importando el bien o el mal que le traerá,
que lleve su firma, siempre perfecta, al todo final.
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