Partir cebolla es uno de mis momentos excelsos. Es extraño, cierto. La mayoría de las personas odian partir cebolla.
Para mí, es un momento de intimidad, un desahogo total.
Partir cebolla significa llorar a rienda suelta. Nadie te cuestiona el por qué de tu llanto, porque están tan familiarizados al "efecto cebolla" que, la emanación de las lágrimas es una constante de poca importancia.
Me gusta partir cebolla. Cuando lo hago, florecen mis más profundos sentimientos. Mi corazón o mi cabeza o mi alma se dejan ver tal cual. Se desnudan ante las provocaciones de la blanca cepa.
Se muestran sumisos y abnegados. Eternos y libres, sin tener necesidad de dar explicaciones.
Es por eso que cuando llevo tiempo sin llorar o razones tengo para sentir como se carcome mi existencia, me gusta partir cebolla. Mucha cebolla. Como si estuviera preparando salsas para más de mil personas.
Me sumo en la reflexión. En la búsqueda de aflicciones y detalles que hacían de mi vida una roca o una vil copia de lo que se puede resumir en realidad.
Creo que necesito partir cebolla, hoy como hacía mucho no sentía necesidad. No sé. Quizá es esa soledad. No es que me sienta triste. Quizá un poco vacía. Y partir cebolla, vaya, llorar, me hace sentir que algo me interesa.
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